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25 diciembre, 2008

Mereciendo la Navidad

Maria Dolores Tojo López

ACABAR el año siempre supone una cierta inquietud con respecto a los nuevos tiempos que están próximos a llegar. Al menos, el que se va ya ha sido vivido. Lo hemos gozado o sufrido, lo hemos padecido y sobrellevado, pero al que llega le queda por descubrir sus grandezas o sus miserias y eso siempre nos mantiene temerosos y abrigados en el pensamiento de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

La llegada de la Navidad acerca al más agnóstico a la idea de un dios que nace, aunque no se sienta su heredero. Y es que a pesar de que estas fiestas han perdido el sentido misterioso que las envuelve para ser sustituido por la parafernalia de brillos, cava y cotillón, no dejan de remover en el interior un sentimiento sin paliativo tanto si se las da la bienvenida con júbilo como si se las rechaza absolutamente. No hay que ser profeta para percibir el anochecer de una época y el despertar de otra. Estamos entre la oscuridad de la que necesariamente debe terminar, percibimos la necesidad de cambiar desde dentro, desde nuestra parte más auténtica y más humana para gozar todavía, lo que nos queda de vida, de un mundo mejor.

La crisis no sólo está en la economía, sino en las creencias, en las ideologías, en las costumbres, en la convivencia¿incluso el mundo tecnológico nos vuelve la espalda, ya que a pesar de haber conseguido un espacio cada vez más interconectado no ha podido lograr ni unificar la calidad de vida para todos. Las diferencias cada vez hacen más distinto al oprimido. El necesario cambio no debe profundizar en la concentración de la riqueza y el poder en manos de unos pocos: no en asesinar, no en avasallar ni empobrecer a unos sectores a favor de otros más elitistas, no en arriesgar el equilibrio de la Tierra, no en ayudar al Tercer Mundo, sino en que no haya mundos terceros; ni está tampoco en tolerar la ecología, sino en ponerla muy por encima de los egoísmos nacionales. Debe nacer una actitud nueva, una sensibilidad distinta que nos lleve a comportamientos más equilibrados y compartibles.

Es necesario cambiarnos de raíz: que la comunicación entre los ámbitos más cercanos y familiares o los más lejanos e institucionalizados , sea flexible y natural, ni autoritaria, ni paternalista; que partiendo del núcleo de lo personal se traslade con agilidad a lo colectivo, que se alimente del diálogo espontáneo y que permita avanzar a los que estén en esta sintonía, en la misma luminosa dirección creativa. Porque cuando lo hagamos así nos sentiremos herederos del dios que todos encarnamos sin la necesidad de lugares, ni oficios, ni rúbricas, ni dirigentes especiales que entonen la oración que debe surgir de dentro. Atentos únicamente a la dirección de nuestra propia conciencia cuando lo que decidamos se dirija por el criterio de ser favorable para nosotros mismos y los demás. La idea de Dios no puede heredarse.

Ha de ser una cosecha individual después de una siembra muy larga; de una siembra de dudas y contradicciones. Todas las religiones son igualmente respetables en cuanto impulsen a la generosidad con los semejantes e impidan que unos abusen o se impongan a otros. En definitiva, sin libertad no hay cielo, ni infierno. El bien y el mal se distinguen por el mero uso de la razón, que es justamente lo que nos hace hombres. No fracasan los gobiernos, ni las religiones, ni las instituciones, ni las familias, ni las parejas¿ fracasan las intolerancias vengan de donde vengan.

«No quieras para los demás, lo que no quieras para ti», único lema que tenemos que heredar venga de Buda o de Jesús de Nazareth. Y cuando así suceda, comprenderemos que todos tenemos el mismo valor y que nadie es imprescindible ni tampoco insustituible en ningún escenario de la vida. Comprenderemos que los más válidos no son entonces los que salen en las noticias, presentan programas, protagonizan portadas del corazón o se encaraman en los podios de los estadios o los púlpitos.

Entenderemos que aquellos hombres y mujeres que constituyen la urdimbre y la trama de ese espeso tejido de a pie que todos conformamos; aquellos que viven para igualar a sus semejantes, para compartir y ayudar, para vivir y convivir, para solicitar y ser solícitos, para tender la mano y abrazar, para saber dar y recibir o para defender y amparar, son los que heredan a Dios verdaderamente. No los mangantes, los escaladores sin escrúpulos, los hábiles en enriquecerse, los estafadores, los que dan palmaditas en la espalda con una mano y te empujan con la otra, los falsos amigos o los que te prometen el cielo y te dejan caer en el infierno. Sino los generosos, los abnegados, los modestos, los insignificantes en apariencia, los solidarios, los dadivosos de sí, los seres humanos que instalados en la normalidad salen a flote día a día con digna dificultad y aún tienen la sensibilidad natural de no desequilibrar, de aguantar en la otra mejilla y sobre todo, de luchar en la creencia de que la calidad humana aún es posible. Esos son los que pueden permitirse la Navidad, crean en ella o no.

Sin embargo y por fortuna, nunca seremos dioses si no es en lo que significa ser hombres hasta las últimas consecuencias. Si hay otra vida, seguro se adquirirá con ésta, viviendo en plenitud con el aquí y el ahora; viviendo en libertad, y transformando el mundo en un ancho valle de bienestares compartidos. A fuerza de encogernos de hombros hemos hecho de la sociedad una ruina sin norte en la que no podemos orientarnos.

Por eso necesitamos de jerarquías propias flexibilizando devociones, desterrando dogmas y cultos irracionales, aboliendo sumisiones forzadas, estableciendo y exigiendo tolerancia y sobre todo dejando escapar, a diario, esos sentimientos que en estas fechas nadie ahorra en su manifestación para poner una alfombra roja entre los que transitamos al mismo paso. Lo que nos espera es laborioso. Rechazando senderos marcados e inoperantes y abriendo caminos y rutas nuevas para quienes nos sigan. Comenzar el año inaugurando una vida hecha entre todos -jóvenes y mayores, letrados y analfabetos, pobres y ricos- para crear un planeta en paz y armonía, al que cada cual, desde su sitio, haya aprendido a amar serenamente.

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