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06 marzo, 2007

Morir en el hogar.

Hasta hace unas décadas las personas morían por lo general en su casa. La propia vivienda era el lugar donde los niños nacían, donde se curaba a las personas si caían enfermas y donde la mayoría de las veces también morían.

Hoy en día las cosas han cambiado. Y así como hemos desplazado el nacimiento a la clínica, también el hospital se ha convertido en el lugar normal de la defunción. Además, hemos perdido la familiaridad con la agonía y con la muerte, que era un hecho propio de todas las sociedades hasta hace unas cuantas décadas. Apenas queda hoy alguna persona que siga estando familiarizada con los gestos de cerrar los ojos al difunto, con lavar y vestir un cadáver o con las formas tradicionales del acompañamiento del difunto. Todas estas funciones se han delegado en especialistas, en personal asistencial, en empresas funerarias y en los sacerdotes o pastores religiosos. Por todo ello, la muerte se nos ha hecho mucho más extraña y, tal vez, más angustiosa que antes.

A pesar de lo que normalmente sucede, siempre que sea humanamente posible, es mejor asistir en casa a las personas incurables y permitirles que mueran allí. En su hogar el enfermo no vive ni la separación de su familia ni de las personas cercanas. Allí tampoco se ve importunado por la asistencia de un personal sanitario extraño que cambia continuamente. En su casa el enfermo continúa estando en su hogar, y conserva la libertad de levantarse, ducharse, vestirse, dormir y comer cuando él quiere. Y precisamente en el entorno familiar a las personas ancianas les resulta por lo general más fácil orientarse y mantenerse espiritual y psíquicamente sanas.

También para los parientes y amigos que cuidan de un enfermo de muerte tiene sus ventajas esta situación. La asistencia directa y cotidiana al enfermo ayuda a evitar sentimientos de culpabilidad y fantasías torturantes que a veces repercuten profundamente una vez que el enfermo ha muerto. Hay muchas personas que se sienten felices de cuidar amorosamente a alguien querido y de hacerle lo más agradable posible el último período de su existencia, aunque se trate de un trabajo fatigoso y a menudo también desagradable. En casa hay mucho más tiempo y espacio para enfrentarse con la muerte y para expresar los sentimientos de dolor, cólera y amor. Además, la intimidad del hogar hace posible dar una forma personal al momento de la muerte y preparar su llegada definitiva con mucho más tiempo y sosiego de lo que suele ser posible en el
hospital.

Existen, pues, muchos motivos para cuidar a una persona incurable en el entorno que le es familiar y para posibilitarle la muerte en casa. Pero hay que decir claramente que en muchos casos esto ni es posible ni tiene sentido. El posibilitar la muerte en casa a la pareja, a un hijo o a un amigo supone tomar una serie de decisiones personales y requiere tenerlo todo muy claro, incluido también lo que se refiere a las cuestiones prácticas. En ningún caso basta simplemente con la buena voluntad y no siempre se puede asegurar que la situación en casa sea para el moribundo mejor y más agradable que el
permanecer en el hospital.

A veces, la decisión es muy fácil. Cuando el enfermo de muerte dice: "Me gustaría volver a casa, para morir allí" y están de acuerdo los familiares o amigos que pueden asumir su atención y cuidado, cuando el médico de cabecera acepta esa decisión y les asegura su apoyo, cuando la vivienda ofrece espacio suficiente; en tal caso no hay realmente nada en contra de que el enfermo sea atendido en casa y muera allí donde ha vivido: en su hogar. Pero la mayoría de las veces la decisión no es tan fácil ni resulta tan clara. La experiencia nos muestra que el enfermo incurable muere en su hogar sobre todo cuando es un hombre, mientras que las mujeres están destinadas con mucha más frecuencia a morir en el hospital. Esto se debe al hecho de que la carga principal del cuidado doméstico suele recaer sobre las mujeres. Son las esposas, las madres y las hijas quienes al final han de cuidar del enfermo.

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