Parece que el plan de la naturaleza no es más que un lento y firme desdoblamiento de la conciencia. Una piedra está formada por átomos, igual que tú, pero carece de conciencia perceptible. Es inmune, no se siente pisoteada ni pulverizada. Es, simplemente, «Inconsciente». Una planta es consciente de las condiciones del suelo, de las estaciones y de la humedad, y florece con el sol primaveral. Es consciente, pero de manera muy limitada. Los animales, en comparación con los minerales y los vegetales, poseen niveles de conciencia mucho más desarrollados. Muchos animales muestran una conciencia de las estaciones cuando son capaces de migrar, o del peligro cuando son capaces de eludir a los predadores, y de una atención y un cariño profundos en sus relaciones con sus parejas y sus pequeños.
Y por fin estamos los seres humanos, que poseemos la conciencia última de la elección. Podemos optar por funcionar a un nivel de conciencia inferior y limitarnos a existir y a ocuparnos de nuestras posesiones, de comer, de beber, de dormir y de apañarnos en el mundo como peones de los elementos, o podemos alzarnos hasta nuevos y más altos niveles de conciencia que nos permitan trascender nuestro entorno y crear, literalmente, un mundo propio: un mundo de realidad mágica. Dentro de cada uno de nosotros está la conciencia última que ofrece cierta forma de victoria sobre el mundo material: la capacidad de hallar el equilibrio en todo conjunto de circunstancias. Este camino exige un compromiso con tu propia transformación interior.
Tu transformación interior no puede lograrse desde una perspectiva intelectual o científica. Los instrumentos de limitación no van a revelar lo ilimitado. Se trata de un trabajo que deben realizar tu mente y tu alma, el sector invisible de tu ser que está siempre ahí, pero a menudo se ignora en favor de aquello que puedes captar con tus sentidos.
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